A las ocho y media de la mañana, con 21 grados de temperatura y con la mayoría de sus habitantes repartidos por las playas, Madrid presentaba este aspecto.
Era una delicia caminar por sus calles vacías, desde Moncloa hasta el Paseo del Prado hacia donde me dirigía.
Llegué antes de que abrieran la exposición, así que me senté a esperar tranquilamente en un banco del Paseo del Prado, frente al Museo Thyssen-Bornemisza.
Por primera vez en mi vida no tuve que reservar entrada, ni que hacer colas. Entré en cuanto abrieron, a las diez en punto, pagué mis diez euros,recogí el folleto y disfruté durante hora y media de uno de mis pintores preferidos.
Las pinceladas de color me trajeron recuerdos de los impresionistas que disfruté en el Quai d´Orsay; la arquitectura representada en algunos de los cuadros me llevaron a pensar en cine (la casa que vimos en Psicosis de Hitchcoch), en sentimientos de soledad y abandono, en tristeza... era un maestro en darle emociones a los materiales de construcción y estilos arquitectónicos... mira a los paisajes desde un punto de vista muy personal que transmite lo que nuestros ojos no han vislumbrado.
Hay uno de los cuadros (que yo no conocía) que se llama Aburrimiento que me dejó completamente absorta; la mayoría de sus pinturas de interior cuentan una historia... son increíbles.
Lo mejor de todo es que, por una vez, no tenía que esperar a que los cuadros estuvieran desocupados, los podía mirar con calma, volver de uno a otro sin apuros y pararme en aquellos que requerían tiempo.
Eché de menos a mis maestras de exposiciones, pero sé que ambas están disfrutando en sus playas y volveremos a nuestros paseos culturales a partir de septiembre.
La ola de calor empezó por la tarde, cuando ya estábamos avisados y a cubierto.
Toda una delicia de experiencia; me traje dos imanes con cuadros de Hopper que he puesto al lado de los de Antonio López.
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